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Los cuerpos y las sombras, Eduardo Sguiglia.

Este libro fué parte de mis lecturas gracias al regalo de mi amiga Cecilia Parietti gran lectora mucho más prolífica que yo, cuyos caminos del conocimiento literario recorre la historia reciente con asiduidad.

 

Es un thriller policial que toma como ejes la confluencia de la historia personal e histórico política de los personajes, por un lado un asado y el encuentro de dos ex guerrilleros del ERP que fueron parte de la frustrada Operación Gaviota, y por el otro lado la historia del Comisario Ortíz un ex combatiente de Malvinas, en el medio la realidad actual sumida en la corrupción de las instituciones, los malvivientes for export que pululan infectando hasta un recóndito y apacible pueblo de Santa Fé.

 

Nos damos cuenta en el devenir de la lectura que las historias irán confluyendo como las líneas que se cruzan desde dos puntos de fuga en una perspectiva, será inevitables y es ésto lo que te anima a seguir leyendo, más allá que a mi particularmente me entusiasmo mucho más las “historias” dentro de la historia.

 

No es casual que Sguiglia tome dos generaciones tan comprometidas con los hechos históricos de éstos últimos cuarenta años en la Argentina, por un lado la generación de los 70 de la cuál el autor fue parte, por el otro lado la generación Malvinas y en la cuál me sentí reflejada como lo harán también buena parte de los lectores de este libro.

 

Me permito transcribir dos tramos que son elocuentes del estilo y el sentido de la obra:

 

El primero, página 163 “... ¿Cuántos libros serían necesarios para reunir a todas las personas que nacimos en este mundo entre los años cincuenta y sesenta del siglo XX?¿Unos cien mil, tal vez?¿Y cuántas líneas se requieren para sintetizar la naturaleza de los que fuimos embrujados, en los márgenes o en el centro de la Tierra, por el rock, las rebeliones juveniles, la libertad sexual, los viajes espaciales y por la Revolución Cubana, la resistencia vietnamita y otras tantas cosas más?...”

 

El segundo en la página 184, “...¿Quién sos Ortíz?¿Quién carajo sos? Una serie de imágenes le poblaron la cabeza. La infancia en Melincué, los caballos, su abuelo andaluz y la letra de ¡Ay Carmela! Las primera peleas bajo el sol de enero y de febrero, el barro de la laguna, la fogata de San Pedro quemándole las manos, la canoa, su madre regando el patio al atardecer, la muerte de su madre seguida por su abuelo, las lágrimas, el secundario, la fiebre y el frío del invierno, la voz de la primera mujer que frecuentó en el prostíbulo, la guerra de Malvinas, la explosión, el portaviones inglés, el regreso de la guerra, su cuerpo tajeado por las cicatrices, las primeras sesiones de fisioterapia, las primeras preguntas del psicólogo, la esperanza, la muerte de su padre, el otoño húmedo de Rosario, el rechazo en las entrevistas laborales, el primer y segundo despido, el ingreso a la escuela de policías, los paseos por el río, los tres primeros allanamientos, la muerte de un camarada, el olor de su hija al nacer, la promiscuidad de su esposa, el juicio de divorcio, el primer día de destierro en ese pueblo de mierda. Pensó que siempre había afrontado las cosas solo, siguiendo para bien o para mal su propio camino, y que la única vez que había obedecido sin reparos las órdenes de otros o de un superior, como ocurrió en Malvinas, había estado a un paso de no contar más el cuento. Pero en todas circunstancias, cuando tuvo que salir a flote o echarse encima responsabilidades de otros, se había permitido soñar con ser alguien en el futuro…”